Durante mi época de estudiante, durante un curso de psicología del desarrollo, observé a un niño afro-americano de cinco años, a quien llamaré John, en un jardín de infantes que funcionaba en un barrio humilde de Brooklyn.
John me enseñó más que nadie sobre el pensamiento constructivo y las artes de la influencia.
En cierta ocasión, el matón de la clase, que era mayor en edad y en contextura física (además sospeché que padecía un cierto retardo mental) se entretuvo en derrumbar las construcciones que iban haciendo los demás niños con sus cubos. John estaba muy ocupado en construir una torre lo más alta posible, cuando el matón se le acercó. En cuanto lo vio, John de inmediato comprendió sus intenciones. Dirigiéndose a él, le dijo:
-¡Qué grande y fuerte que eres! Ojalá yo fuese tan fuerte como tú.
-Te apuesto a que tengo más fuerza que nadie -respondió el matón-. Si quiero, puedo darte una buena paliza, tirar abajo tu torre y hacerte llorar.
-Espero que no lo hagas -contestó John-. Ya llegué muy alto, y quiero que mi torre llegue hasta el cielo.
El matón lanzó una carcajada, y con un fuerte puntapié hizo volar los cubos por el aire.
-¿Ves lo que hice?- dijo riendo-. ¿No te dije que podía derrumbar tu torre?
Pensé que John se iba a echar a llorar, o que protestaría o amenazaría con contárselo a la maestra. En cambio, el pequeño también se echó a reír, exclamando:
-¡Qué patada que le diste! ¡Los cubos volaron por todo el cuarto!
Después de reírse juntos un rato, John volvió a elogiar la fuerza de su 'enemigo' y lo invitó a jugar con él. Los dos niños se sentaron juntos y al poco tiempo se los veía ensimismados en la construcción de una torre, más alta que la primera.
Pero no sólo eso: John era quien dirigía el juego y cuando le pedía a su compañero que le alcanzara alguno de los cubos que habían volado por el cuarto, éste iba corriendo a traérselo.
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